En mi escritorio, en La República, en 1986.

Un fugaz recuerdo de mi ingreso al diario La República y a los intrincados senderos del periodismo, ocurrido hace 30 años.
Con frecuencia reniego de los porteros por la pésima administración que hacen de su pequeña cuota de poder. Sin embargo, tengo que reconocer que fue gracias a uno de ellos —a quien sólo recuerdo como Jorge— que mi vida cambió de rumbo hace 30 años.
La mañana del miércoles 12 de marzo de 1986, a mis cándidos y altivos 22 años, me acerqué vacilante a la pequeña cabina de vidrio donde Jorge no sólo fungía como portero sino también como recepcionista del diario La República, cuya sede quedaba justo en la esquina de la calle 16 con carrera 5 de Bogotá. Después de cruzarnos un breve saludo, fui directo al grano.
—Es que yo soy caricaturista —le dije, algo escéptico— y quiero saber con quién puedo hablar, a ver si me dan trabajo.
—Un momento —replicó él, mientras hundía algunos botones de la consola de madera del conmutador.
Segundos después de hablar con alguien se dirigió a mí nuevamente.
—Suba al segundo piso y pregunte por don Ovidio Rincón, que es el subdirector.
Raudo y veloz subí por las escaleras que no sólo me condujeron a la sala de redacción, sino a este mundo del periodismo al que tanto le debo. Contiguo a la vieja sala, donde repiqueteaban tímidamente los télex y las máquinas de escribir, estaba el despacho de don Ovidio Rincón Peláez, quien aquella mañana me atendió sin cita previa, sin conocerme, sin cartas de recomendación, sin apellidos, sin pergaminos, sin experiencia; incluso sin un portafolio de trabajo.
En esa oficina, en una cuartilla de papel periódico que él me dio y aún conservo, hice los trazos que me sirvieron de credenciales para que al día siguiente me recibiera el director, Rodrigo Ospina Hernández, quien me contrató sin vacilaciones. Lo demás ya es una historia más o menos conocida, que en parte se refleja en las páginas de la revista Semana, así como en las publicaciones por las que he pasado y en varios libros que he cometido a lo largo de estos años.

Treinta años después me pregunto qué habría pasado si aquel 12 de marzo Jorge me hubiera recibido con dos piedras en la mano, o si me hubiera remitido a la persona equivocada, o si simplemente me hubiera dicho que volviera luego…
¿Estaría aún en la oficina de finca raíz de mi tía Cristina? ¿Habría desistido de mi intención de trabajar en un periódico, como lo soñaba desde cuando estaba en bachillerato?
Como esas hipótesis no tienen sustento ni esas preguntas respuesta, me limitaré a agradecer por medio de Jorge a todos aquellos que, como él, me han abierto las puertas que en 30 años me han facilitado el acceso a los intrincados senderos del periodismo, no siempre llanos ni iluminados, pero sin duda fascinantes.