¿Qué nos pasa?

Viendo tantas cosas que han ocurrido en estos días alrededor de temas de la justicia, me pregunto (como en la célebre comedia mexicana): ¿qué nos pasa?

Al expresidente Álvaro Uribe, que se niega a aceptar que ya no es presidente, en uno de sus más recientes arrebatos, le ha dado por pedirle a su sucesor que interceda para que a sus antiguos colaboradores y amigos no los investiguen o no los juzguen; como si Santos fuera el jefe de los entes de control o como si tuviera la potestad de atajar decisiones judiciales. En otras palabras, lo que le solicita a JMS es que regañe magistrados, alinee jueces, intimide fiscales o reparta absoluciones por micrófono, lo cual, desde la perspectiva de Uribe, tiene toda la lógica del mundo, pues así manejaba él el poder: metiéndose en todo, interfiriendo, dilatando, prejuzgando y ‘preabsolviendo’, según sus intereses. Por fortuna Santos no cae en el juego, pero los áulicos de Uribe se rasgan las vestiduras y en sus escritos se hacen eco de los anhelos de justicia de su líder espiritual. ¿Qué nos pasa?

Por otra parte, nunca creí que fueran necesarias las detenciones preventivas de Samuel Moreno ni de Andrés Felipe Arias; me parecieron medidas exageradas. De Arias y Moreno se decía que podrían fugarse del país, como  María del Pilar Hurtado, pero lo cierto del caso es que aunque los dos pudieron haberlo hecho, decidieron no seguir los pasos de la exdirectora del DAS.

Los jueces creen que imparten

justicia a punta de micrófono.

En cuanto a Moreno, una de las justificaciones para su encarcelamiento se basa en que podría obstaculizar la investigación. Me pregunto si, estando en una estación de Policía no tiene la posibilidad de comunicarse con quien quiera. Otra razón esgrimida para su detención es que el exalcalde es un peligro para la sociedad. Yo francamente creo que Samuel solo es un peligro para él mismo y de eso no se salva ni porque lo guarden en un calabozo en confinamiento solitario. Algo similar ocurre con Andrés Felipe Arias. Ordenan capturarlo y lo recluyen en una guarnición militar. ¿Me van a decir que con celular y computador a su disposición y con visitas sin restricciones, no podría estropear cualquier proceso?

El cuento de Iván Moreno tampoco lo entiendo. ¿Cómo es posible que el Procurador General, en medio de cámaras y micrófonos, lo haya destituído por concusión, pero sin demostrar que el exsenador hubiera recibido un solo peso? Este es el caso inverso de Yidis Medina, en el que pese a que se comprobó el beneficio y a que la beneficiaria confesó, el benefactor aún no aparece.

Sin embargo, los jueces de este país creen que así imparten justicia y muchos medios se encargan de hacer ruido con estas decisiones, para que un público harto de la impunidad crea que se está avanzando. ¿Qué nos pasa?

La fiesta que no es

Da lástima y vergüenza que, en pleno siglo XXI, algunos nieguen que las corridas de toros son un acto cruel y que pretendan presentarlas como una expresión artística de unos valientes que arriesgan sus vidas para preservar una tradición centenaria. Tales argumentos no resisten el menor análisis.

Según el diccionario de la Real Academia Española, la palabra arte (del lat. ars, artis), significa “virtud, disposición y habilidad para hacer algo”. Esta es una definición un poco gaseosa, que se puede aplicar a muchas actividades. También dice el DRAE que es una “manifestación de la actividad humana mediante la cual se expresa una visión personal y desinteresada que interpreta lo real o imaginado con recursos plásticos, lingüísticos o sonoros”. No creo que el toreo quepa en esta categoría. En otra acepción, nos dice que se trata de un “conjunto de preceptos y reglas necesarios para hacer bien algo”. En una corrida tales preceptos y reglas no son muy aplicables que digamos. Y en un cuarto significado el diccionario define arte como “maña, astucia”. Pueden ser estas las palabras que más se ajustan al sentido real de una actividad como la tauromaquia, que en ningún caso puede compararse con artes de verdad como la pintura, la música o la literatura, en las cuales la habilidad humana se usa para regocijar los sentidos, para exaltar la estética.

En la arena, usualmente,

la sangre la pone el toro.

El hecho de que los rehiletes estén forrados de colores; de que los atavíos de los toreros sean elaborados en finas telas y bordados en oro; o de que la muleta o los capotes sean muy vistosos, no son suficientes para que un acto en extremo salvaje se pueda llamar arte. Ese cuento de que “como todo arte, el del toreo no es comprendido por todo el mundo” es una desafortunada justificación que no tiene asidero en la realidad.

En cuanto a la valentía del torero, no niego que se necesita tener cierto temple para enfrentar a un animal de 500 kilos, con sus afiladas astas, pero las estadísticas demuestran que es una lucha desigual, pese a las cogidas que ocasionalmente sufren los diestros. ¿Cuántos animales mueren cada año en las temporadas taurinas? ¿Y cuántos matadores quedan heridos o muertos? Las cifras no mienten: en la arena lo usual es que la sangre la ponga el toro.

Por otra parte, aunque se trate de un rito muy antiguo, esa no es razón suficiente para legitimar su práctica. En ciertas culturas la ablación genital de las mujeres es una tradición secular, tolerada por la comunidad y permitida por las autoridades; sin embargo, eso no la hace aceptable desde el punto de vista humanitario.

Aunque sé que se derramará mucha sangre inocente antes de que nuestra sociedad entre en razón, me parece no solo oportuno sino necesario el debate sobre la tal ‘fiesta’ brava. La discusión queda abierta.

Los gobiernos inmerecidos

La frase “un país tiene el gobierno que se merece” es una ingeniosa máxima atribuida a personajes como Winston Churchill, Abraham Lincoln e, incluso, a Tocqueville, pasando por Maquiavelo, Jefferson y Orwell. Sin embargo, una pesquisa personal me condujo a Joseph de Maistre, ese oscuro personaje saboyano de finales del siglo XVIII y comienzos del XIX, consentido por reyes y zares de la época, a cuyo amparo pelechó toda la vida.

Aunque ignoro en qué contexto el señor Maistre lo acuñó (pero alcanzo a imaginarlo), este aserto ha hecho carrera y es usado recurrentemente por los políticos fracasados, o por sus seguidores, para tratar de justificar o atenuar sus derrotas, pero sin detenerse a analizar a fondo el significado de esa siniestra afirmación.

Aceptar que un país se merece a X o a Y mandatario es condenarse al conformismo, es asumir esa misma actitud cristiana que nos hace creer que no hay mal que por bien no venga y que se manifiesta en otras expresiones del mismo tenor. Cuando algo no nos resulta bien o, peor aún, cuando nos ocurre una desgracia, esa herencia de sumisión nos lleva a decir tonterías como estará de Dios, el Señor sabe como hace sus cosas, Dios aprieta pero no ahorca y otras ridiculeces parecidas que no son sino manifestaciones de mansedumbre, que desde el punto de vista de los gobiernos o las jerarquías religiosas son muy útiles para apaciguar los ánimos y evitar que la gente alce la cabeza. [Vale la pena recordar que el retardatario Maistre era un monarquista convencido y un cristiano furibundo, que consideraba que la Revolución Francesa había sido un engendro del demonio].

La democracia nos da derecho

a elegir y a corregir.

En este país, por ejemplo, los gobiernos promueven el cuento de que las penurias que se viven en las carreteras o en los pueblos destrozados por el invierno se deben exclusivamente a las inclemencias del clima y casi que nos las presentan como un castigo divino. Esta tesis es pregonada a los cuatro vientos por el presidente de turno, que asume el papel de víctima en vez de tomar medidas efectivas no solo para mitigar, sino para prevenir las consecuencias del impacto climático. ¿Son esos los gobiernos que nos merecemos? Por supuesto que no.

Ningún país se merece un gobierno que hable de virtudes como la honorabilidad y la transparencia sin ponerlas en práctica; como Uribe. Ningún pueblo se merece a un mandatario con ínfulas de autócrata que pretenda acallar como sea a sus contradictores; como Correa. Ninguna nación se merece a un gobernante que use el poder en beneficio propio y de sus amigotes; como Chávez. [El orden de los factores no altera el producto].

Ningún país se merece gobernantes así. Por fortuna, la democracia nos da el derecho a elegir y también a corregir. Así de simple. Y así de complicado.