El informe del Comité de Inteligencia del Senado de Estados Unidos sobre las torturas practicadas por la CIA en su lucha contra el terrorismo, tras los atentados del 11 de septiembre de 2001, puso de nuevo en evidencia la polarización existente en ese país alrededor de la guerra contra el terrorismo.
En el documento se admite que los detenidos en prisiones manejadas por la CIA fueron sometidos a abusos físicos y psicológicos que supuestamente tenían como fin socavar su voluntad, pero que en varios casos terminaron en la muerte de los sospechosos, en medio de los interrogatorios. No repetiré aquí las atrocidades cometidas por contratistas o agentes de ese organismo de inteligencia, pero sin duda sobrepasaron los límites de la atrocidad y la barbarie.
En el informe de más de seis mil folios —del cual sólo se divulgó una mínima parte— figura una extensa lista de crímenes cometidos en nombre de la libertad, en defensa de la democracia, por agentes de un país que se arroga la potestad de repartir certificados de buena conducta e impone sanciones y embargos, dizque en defensa de los derechos humanos…
Para la mayoría de los demócratas —y algunos republicanos, hay que decirlo— estos hechos constituyen una vergüenza y no reflejan el espíritu de la democracia más madura e importante del mundo. Con el agravante de que no fueron de mayor utilidad a la hora de combatir a los enemigos de Estados Unidos. El propio Barack Obama hizo un mea culpa al referirse al tema. “Estos duros métodos no solo fueron inconsistentes con nuestros valores como nación, sino que no fueron de servicio a nuestros esfuerzos generales contra el terrorismo ni nuestros intereses de seguridad nacional”, dijo en un comunicado que contrasta con la reacción del expresidente George W. Bush y de su vicepresidente Dick Cheney, quienes han justificado la tortura como un arma legítima contra el terrorismo.
Cheney fue mucho más incisivo e incluso llegó más lejos al declarar en días pasados que los implicados en tales hechos “merecen muchos elogios”. “En lo que a mí respecta, deberían ser condecorados, no criticados”, dijo, desafiante, en unas declaraciones publicadas por The New York Times.
Es la validación del ‘todo vale’ que tanto daño causa en democracias maduras e incipientes; en naciones grandes y pequeñas; en países desarrollados y en repúblicas bananeras.
Pero si por allá llueve, por acá no escampa. La condena de la Corte Interamericana de Derechos Humanos contra el Estado colombiano por la desaparición de varios ciudadanos ocurrida tras la masacre del Palacio de Justicia, ha agitado otra vez el debate sobre la responsabilidad que le cabe al Estado en estos hechos.
En el fallo de 212 páginas la CIDH considera que se cometieron excesos por parte de la fuerza pública, al recuperar la sede de las altas cortes, tras el asalto perpetrado por el M-19. Uno de los casos más dramáticos de esa triste jornada es el del magistrado auxiliar del Consejo de Estado Carlos Horacio Urán, quien —tal y como consta en un video recuperado por Noticias Uno— salió con vida del edificio, pero luego, inexplicablemente, apareció muerto dentro de esas instalaciones con un tiro de gracia en la cabeza.
Aunque según muchos se hizo lo que se tenía que hacer, lo cierto es que la condena de la CIDH deja en claro que agentes del Estado incurrieron en delitos por los cuales deben responder ante la justicia; pues al poner en práctica semejantes procedimientos, ya no estaban “defendiendo la democracia, maestro”.
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Colofón: Algo muy repugnante o sombrío debe haber en los reglamentos de trabajo de entidades públicas y privadas en Colombia, pues cada vez que un sindicato anuncia una operación reglamento, todo el país tiembla.