El pecado de callar bajo presión

Al denunciar los atropellos de que son víctimas muchos medios y reporteros, los defensores del derecho a la información suelen señalar la autocensura como una de las amenazas más serias que se ciernen sobre el periodismo en nuestro continente. Por ejemplo, al hablar del acoso de que es víctima la prensa en Ecuador, estrangulada por una vergonzosa ley de comunicación, Ricardo Trotti –el nuevo director ejecutivo de la Sociedad Interamericana de Prensa– denuncia que la imposición de multas absurdas en unos casos ha llevado al cierre de varios medios y, en otros, “a entrar en un nivel de autocensura cada vez más alto”.

En la página 244 de la vigesimotercera edición del Diccionario de la lengua española –recién salida de la imprenta– se define la autocensura como la “limitación o censura que se impone uno a sí mismo”. Vista así, asépticamente, es una palabra que cualquiera entiende; una definición que no requiere mayores explicaciones. Sin embargo, puesta en el contexto de la libertad de expresión, la cuestión es menos simple.

Hablar de autocensura en la prensa es trasladarle al periodista, o al medio, la responsabilidad de una conducta que atenta contra sí mismo. Cuando uno se autocomplace, se autoelogia o, incluso, cuando se autoengaña, lo hace porque algo desde adentro lo empuja a asumir tales actitudes que, de cierto modo, pueden hasta resultar placenteras. De hecho, los masoquistas experimentan algún grado de placer al verse humillados o maltratados por otra persona, cosa que no se puede decir de un periodista al que le toca tragarse lo que sabe o ignorar la realidad que lo circunda si quiere seguir vivo o necesita conservar su trabajo.

Es inadmisible que, por temor a un tribunal, el director de un periódico tenga que abstenerse de criticar a un mandatario; o que, por miedo a una bala, a un reportero raso le toque engavetar el prontuario de un delincuente.

La mal llamada autocensura, pues, no tiene nada de divertido, ni es algo de lo cual alguien pueda sentirse orgulloso. No se trata de un deseo interno, irrefrenable o placentero de callar. No, señores. Esos periodistas que deciden no publicar una información porque saben que estarían arriesgando el pellejo, o poniendo su empleo en peligro, no actúan por gusto sino porque están advertidos de que decir la verdad puede salirles muy caro. Es una cuestión dolorosa, que no solo produce vergüenza sino que atenta contra la dignidad de quienes se rompen el espinazo para registrar y analizar lo que pasa día tras día.

Es inadmisible que, por temor a un tribunal, el director de un periódico tenga que abstenerse de criticar a un mandatario; o que, por miedo a una bala, a un reportero raso le toque engavetar el prontuario de un delincuente. Aquí, de ninguna manera, podemos decir que es autocensura, pues no es una decisión voluntaria; se trata de censura previa, de una presión indebida, así en el caso de los gobiernos esté disfrazada de legalidad.

Desde luego, hay periodistas que callan por conveniencia, por amistad o cercanía con las fuentes, por intereses personales o por buscar algún otro beneficio; pero eso tampoco es autocensura. En estas circunstancias debemos hablar de corrupción, complicidad o cualquier otra conducta, en todo caso contraria a la ética y a los principios que deben ser el fundamento de nuestro trabajo.

Cuando nos refiramos al silencio obligado, consecuencia de las amenazas o de las mordazas gubernamentales, llamemos las cosas por el nombre y no hablemos de autocensura, pues de esta manera les estamos haciendo el juego a señores como Nicolás Maduro y Rafael Correa –al igual que a su colega del sur, Cristina Fernández– para que se puedan lavar las manos tranquilamente.

Colofón. Es verdad que el ELN ha cometido muchas atrocidades y crímenes inaceptables; pero es muy triste ver que antes de que se inicien los diálogos con este grupo guerrillero, algunos ya estén pronosticando su fracaso.

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