Si usted es de los que se inquietan cuando se cruzan por la calle con un muchacho retraído vestido de negro, con accesorios de calaveras y de pelo largo, despreocúpese: no es el único que se equivoca al juzgar a los demás por su apariencia.
De algún modo todos somos víctimas de esas generalizaciones –prejuicios, mejor dicho– que nos formamos al ver, oír y reproducir a la ligera conceptos equivocados; en muchos casos acompañados de connotaciones racistas. Para no ir lejos, este periódico publicó el domingo pasado un informe sobre un ‘hacker’ de apenas 17 años que había burlado la seguridad de 170 páginas estatales.
Sobre el reportaje no tengo reparos; solo confirma lo frágil que es la seguridad virtual. Si no, que lo digan esas actrices cuyas fotos íntimas terminaron en manos de inesperados destinatarios. Pero sí me llama la atención esa forma de decorar noticias –no solo en ‘El Tiempo’–, sobre todo cuando faltan datos precisos sobre los protagonistas.
Estigmatizar es fácil y no es un error exclusivo de los medios. Todos lo hacemos apresuradamente y ponemos esas etiquetas que al final nos hacen más vulnerables.
En la primera página se anunciaba la historia, ilustrada con un muchacho vestido con un saco de algodón y capucha, agachado sobre el teclado de su portátil. Y en la página interior el asunto se complica, pues aparece un tipo de negro, enfundado en un pasamontañas. Supongo que esas fotos resultan al teclear la palabra ‘hacker’ en el buscador de un banco de imágenes. Y quizás el día que veamos a ese joven delincuente –tal y como pasó con su colega Andrés Sepúlveda– descubriremos que los ‘hackers’ no usan esas pintas, ni trabajan en la penumbra, estilo Hollywood.
Desde luego, esos estereotipos no se usan únicamente al referirse a los piratas cibernéticos. Los medios también acuden a esos recursos visuales cuando hablan del autor no identificado de una violación, de un ataque con ácido, de una paliza a un bebé o de un escándalo de espionaje, como si se tratara de individuos que van disfrazados por el mundo, cuando en realidad son personas normalitas que procuran no llamar la atención para poder actuar a sus anchas. De hecho, los criminales ocultan su cara, se esconden, se disfrazan es después de cometer sus fechorías, no antes.
¿O es que alguno de ustedes se imaginaba, por ejemplo, que los ejecutivos de InterBolsa, tan distinguidos ellos, iban a ser capaces de cometer semejantes indelicadezas con la plata de sus clientes? Nuncamente. En cambio, cuando cayó en desgracia David Murcia Guzmán, con su larga melena y aspecto de rockero vaciado, no sólo no hubo sorpresa, sino que muchos decían: “Claro, con semejante facha…”
Los espías –otros tipos poco recomendables– no son esos señores de gabardina y sombrero grande que esperan a su contacto en la mesa de un restaurante de mala muerte, ocultando su cara tras un periódico, sino que son gente como usted o como yo. Ahora mismo, querido lector, puede tener a uno sentado al lado.
Igual ocurre con los depredadores de menores: no son personas que actúan en la oscuridad, ni necesariamente tienen aspecto temible. Con frecuencia son sujetos del entorno familiar de la víctima, a la que ven a diario y cuya confianza se ganan a punta de simpatía, antes de hacer de las suyas.
Y los tipos que maltratan a sus mujeres –física o psicológicamente– no tienen que parecer unos salvajes, burdos y asociales. Pueden ser hombres encantadores en sociedad, guapos, de buenos modales, de los que nadie se atrevería a sospechar; gracias a lo cual actúan como actúan.
Estigmatizar es fácil y no es un error exclusivo de los medios. Todos lo hacemos apresuradamente y ponemos esas etiquetas que al final nos hacen más vulnerables, pues mientras esperamos a un criminal con la apariencia que dicta el imaginario colectivo, estamos muy confiados, durmiendo con el enemigo.
Colofón. La renuncia de Daniel Samper Ospina deja a la revista ‘Soho’ en cueros.
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